Destino Final
– Dos años de vida,
tres a lo mucho.
Las palabras
del doctor García se fueron desvaneciendo lentamente, confundidas con los
pensamientos que brotaban atropelladamente en su cabeza. Dos años de vida...
que poco parecían ahora. Había tantas cosas por hacer, tanto que ver. A los 53
años, cuando su vida parecía estar ya resuelta, unos hijos profesionales y
casados, un trabajo independiente, una esposa que aún lo amaba... ahora de
pronto... Dos años, había dicho el doctor.
Sus pensamientos
lo llevaron a dirigirle la mirada. El doctor García debía estar diciendo algo
porque sus labios se movían, pero él no escuchaba nada. Mientras contemplaba
esta escena que parecía extraída del cine mudo, empezó a recordar los
acontecimientos que lo llevaron a ese aciago momento. El día anterior había ido
a visitar a un cliente cuyas oficinas se encontraban en el piso catorce de un
antiguo edificio del centro de Lima. Al llegar descubrió con enfado que el
vetusto ascensor no funcionaba. Insultó inútilmente al aparato, y de no ser
porque le habían ofrecido un dinero a cuenta de una deuda que parecía incobrable,
hubiera dejado la visita para otro día.
Se aflojó la corbata y empezó a subir los escalones. Era una estrecha y
oscura escalera, lo que acrecentó la sensación de ahogo que empezaba a sentir.
El olor a humedad contrastaba con el sofocante calor que sentía. Con cada paso
se agitaba más, podía incluso sentir como le latían las sienes. “Fumar puede ser dañino para la salud”
empezó a latirle la conciencia. Llegando al séptimo piso se detuvo a considerar
la situación, en realidad era un pretexto pues no podía dar un paso más. Automáticamente se llevó la mano al bolsillo
del saco, extrajo la cajetilla de cigarrillos y contempló con resentimiento el
paquete casi vacío mientras escuchaba su agitada respiración. Se mintió
diciendo que no fumaría más y lo guardó.
–Bien,
ya hemos llegado hasta aquí, –pareció dirigirse a las partes de su cuerpo que
reclamaban atención–, tenemos que seguir adelante si queremos recibir ese
dinero. Maldijo una vez más al ascensor, pero está vez también maldijo su
situación económica y a un chiquillo que acababa de subir corriendo a su lado.
Al llegar al décimo piso respiraba mucho más anhelantemente y por momentos
parecía que se le obscurecía la visión mientras un constante mareo se
empecinaba en moverle la escalera. Por fin, luego de media hora que le pareció
media vida, llegó al piso catorce. Todo su organismo le reclamaba haberlo
sometido a trabajos forzados. A pesar que sudaba a mares, un escalofrío le
recorrió la nuca. Compuso su aspecto lo mejor que pudo y se dirigió a la
oficina. Presionó el botón del intercomunicador y mientras esperaba, intentó
recuperar el aliento respirando profundamente dos o tres veces. La respuesta lo
sorprendió tomándose el acelerado pulso en la vena yugular.
– Si, ¿qué
desea?
– Buenas tardes
señorita, el señor Gutiér...
– No está.
– No le ha
dejado un encar...
– No, pero
puede llamarlo mañana.
– Ud. no
entiende, él me aseguró...
– Ya le dije
que no me ha dejado nada, ahora si me disculpa debo atender una llamada.
La voz en el
intercomunicador desapareció tan rápido como había llegado. Se quedó de pie
contemplando el mudo artefacto mientras alcanzó a oír unas risas detrás de la
puerta. La rabia, la frustración y la impotencia convergieron en su ya agotado
cuerpo. Un cosquilleo empezó a adormecerle el costado izquierdo;
instintivamente se cogió el brazo con la mano derecha cuando de pronto una
punzada en el pecho lo hizo encogerse de dolor. No hubo tiempo para más. Lo
próximo que recordaba era una opresión a la altura del esternón, el ulular de
una sirena y los toscos intentos de un paramédico por clavarle una aguja en el
brazo.
– No hay nada
que Ud. pueda hacer –las palabras que acababa de pronunciar el Dr. García lo
trajeron de regreso al presente– Trate de tomarlo con calma y procure poner en
orden sus asuntos.
No podía creer
lo que acababa de escuchar, es más, no podía creer que el médico fuera tan
frío. De seguro que algo podría hacerse, no iba a dejarse derrotar tan
fácilmente y menos por las palabras de un médico insensible. Se levantó del
sillón y pese a los intentos del galeno por llamarlo a la calma, se dirigió a
la puerta sin darle tiempo a decir nada más. Afuera esperaba su desvelada
esposa, quien al verlo salir lo abordó con una interrogante en el rostro.
– ¿Y? ¿Qué te
dijo el doctor?
– No es nada,
sólo un pequeño problema de presión alta que se solucionará con unas pastillas
que me ha recetado. No te preocupes –mientras decía esto la abrazó un poco más
tiernamente que de costumbre, como si quisiera recuperar el tiempo perdido–
Vamos a casa, en el camino te contaré más.
Al momento de
salir del hospital del Seguro Social ya había decidido consultar una segunda
opinión.
–Un
infarto representa la agonía del músculo cardiaco privado de oxígeno –explicaba
el Dr. Hartman, cardiólogo de la clínica Javier Prado, con un lapicero en la
mano y frente a un modelo de plástico– el riesgo de sufrirlo depende de ciertos
factores que influyen en la acumulación de grasa en las paredes de las arterias
coronarias, en la formación de coágulos que obstruyen las arterias y en la
fuerza del músculo cardíaco mismo. El control de esos factores puede reducir el
peligro de manera notable. Diversos estudios indican que, en la mayoría de las
personas, una pérdida moderada de peso, sumada a la eliminación de factores de
riesgo como el alcohol y el tabaco, hace decrecer la concentración del llamado
colesterol “malo” que es el que obstruye las arterias, a la vez que puede elevar
la concentración del colesterol “bueno” que es el encargado de limpiar el
sistema cardiovascular. En otras palabras, lo que trato de decirle es que debe
cambiar su estilo de vida. Abandone el cigarrillo, deje el café y el alcohol,
sométase a una rutina de ejercicios leves y limite su consumo de grasas
saturadas; consuma muchas frutas y verduras. Voy a recetarle unas pastillas que
le ayudaran a reducir el colesterol –mientras decía esto, empezó a garabatear
una libreta con una letra ilegible para el profano–, también voy a darle una
cita con el nutricionista y otra para el departamento de rehabilitación, allí
podrán darle una rutina de ejercicios. Recuerde; lo que le pase en el futuro
depende única y exclusivamente de usted.
Luego de
recibir la receta, la dobló cuidadosamente y agradeció al doctor por haberle
devuelto las esperanzas. Qué diferencia de cómo lo habían tratado en el
hospital; estaba claro que el que lo atendió la primera vez era un
incompetente. El Dr. Hartman se levantó y lo acompañó hasta la puerta, le puso
una mano en el hombro y con la otra le estrechó cálidamente la mano. –Llámeme
en quince días, pero por cualquier imprevisto, no dude en llamarme a la hora
que sea; ya tiene mi número celular.
Esa noche,
mientras aparentaba ver la televisión, su mente se encontraba trabajando
febrilmente. Las palabras de los dos doctores daban vuelta en el interior de su
cabeza como en una mezcladora de cemento, “...dos
años de vida, tres a lo mucho”, “...no hay nada que Ud. pueda hacer”, “...una
pérdida moderada de peso”, “...abandone el cigarrillo, deje el alcohol”,
“...consuma muchas frutas y verduras”, “...una rutina de ejercicios leves”,
“...reducción de factores de riesgo”, “...dos años de vida, tres a lo mucho”
“...no hay nada que Ud. pueda hacer”, “...lo que le pase en el futuro depende
única y exclusivamente de usted”. Al cabo de unas horas la mezcla estaba
lista. En su cerebro se había fraguado una decisión. Le demostraría a ese
medicucho del seguro que estaba equivocado.
Al principio
los cambios fueron leves. Todos los días, en una demostración de fuerza de
voluntad, salía por las mañanas a caminar. Primero fueron unos pocos metros,
pero con cada día que pasaba se sentía mucho mejor, ya no se agitaba tanto y su
energía aumentó. Siguiendo los consejos del nutricionista empezó a adelgazar;
estaba contento de que la ropa le quedará mejor y que, en consecuencia, su
aspecto hubiera mejorado. Incluso su deseo sexual había aumentado. En cuanto
notó esa mejoría se sintió con más ánimos para seguir adelante. Aunque dejar de
fumar le costó trabajo, ahora saboreaba mejor los alimentos. Con el alcohol no
tuvo problemas, pero por recomendación de un médico naturista siempre se tomaba
una copita de vino a la hora del almuerzo. Al cabo de un año había bajado cerca
de 15 kilos, su colesterol había descendido notablemente y el nivel de
triglicéridos se mantenía estable. Su vida estaba cambiando.
El reloj
despertador sonó a la hora de costumbre, se levantó sigilosamente para no
despertar a su esposa. Se puso el pantalón de buzo, una camiseta con la frase
“El futuro está en tus manos” que había mandado a estampar en la parte
delantera; se amarró las zapatillas y se despidió de su amada con un beso en la
frente. La misma rutina se había repetido desde hacía dos años aproximadamente,
desde que decidiera hacerle tragar sus palabras al Dr. García.
Afuera, la
mañana recién empezaba; una ligera neblina cubría todavía el paisaje. Hizo
algunos ejercicios de estiramiento y se dispuso a correr los 10 kilómetros que
lo separaban de la playa. Desde que empezó a hacer sus caminatas diarias, había
ido aumentando las distancias progresivamente, hasta que se sintió con la
fuerza necesaria para ir corriendo. Mientras trotaba a paso ligero no pudo
menos que sonreír ante lo insulsas que sonaban ahora las palabras que hace unos
años escuchara en aquel hospital, “...dos años de vida, tres a lo mucho” le
habían dicho. Ahora con 55 años, 35 kilos menos y una vitalidad que quisieran
muchos treinteañeros enfrentaba las perspectivas de una vida larga y plena. La
neblina se había hecho mas densa conforme se acercaba a la playa, algunos automovilistas
tocaban el claxon a manera de saludo y le alentaban a seguir. Contempló su
esbelta figura reflejada en el parabrisas de un auto estacionado. “...Dos años de vida, tres a lo mucho”,
lo irónico del pensamiento le dibujó en el rostro una amplia sonrisa mientras
cruzaba distraídamente la avenida.
El teléfono
sonó en el consultorio del seguro social, sacando al Dr. García de su
meditación. Había estado revisando unos papeles luego de su guardia, cuando lo
sorprendió el repique. Se apresuró a levantar el auricular.
–Aló, diga...
Si, soy yo. ...Sí, ha sido paciente mío, ¿por qué? ...¿A qué hora? ...¿Cómo?
...Sí, no hay problema, firmaré el Certificado de defunción... en el área de
Emergencia, Ok. ...Allí estaré... Adiós.
Luego de colgar
el teléfono trató de recordar. Se dirigió a su archivador y comenzó a buscar
una carpeta. A pesar de trabajar sólo, mantenía un archivo detallado de todos
sus pacientes, aunque el contenido poco tenía que ver con la historia clínica
de éstos. Se detuvo al reconocer el nombre, extrajo la carpeta y cerró de un
empujón el archivador. Una vez instalado cómodamente en su escritorio, procedió
a revisar el expediente:
– Sexo: Masculino
– Fecha de
nacimiento: 26 de octubre de 1965
– Signo: Capricornio
– Ascendente: Mercurio
– Diagnóstico: Ataque cardíaco por
insuficiencia coronaria.
– Pronóstico de
vida: Dos años, tres a lo
mucho.
En
un acto reflejo dirigió la mirada al almanaque que tenía sobre su escritorio. Hizo un cálculo mental:
aproximadamente dos años y cinco meses desde que vio por última vez a su
paciente. Imbuido de un sentimiento de realización abrió el cajón de su
escritorio y extrajo el viejo mazo de cartas heredado. Las barajó y luego
dispuso doce cartas en círculo cómo hacía tantos años le había enseñado su
abuela; pronunció un rezo ininteligible y mientras se concentraba, comenzó a
tirarlas una a una en sentido inverso a las manecillas del reloj. Observando
fijamente las figuras, procedió a leer. Tiro tres cartas más al centro, como si
quisiera confirmarlo. Sí, no había lugar a duda.
Con un gesto de
satisfacción, cerró la carpeta y se reclinó en su mullido sillón al tiempo que
lo hacía girar suavemente de un lado al otro.
El
tarot no había mentido. Dos años de vida, tres a lo mucho.
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